Sevigne, ese pueblo dinámico en su quietud

Junio 7, 2012 Sevigne, Ruta 2, Cacho Corti, Villa Teruggi, Escuela Provincial número 18, ferrocarril, Dolores

Casi ignorada, a mitad de camino entre Buenos Aires y Mar del Plata, está la vieja estación de ferrocarril de Sevigne, durmiendo sobre la margen izquierda de la Ruta 2, camino al sur. A mano derecha, lo que queda de la parrilla de Cacho Corti y los pastizales de la laguna completan el paisaje.

Entre los alambrados y los patios, de punta a punta de la calle larga y a la salida de la Escuela Provincial número 18, tarde a tarde crecían historias forjadas por chicos pueblerinos traviesos, como la del día que despertaron la furia del tano Giuseppe porque le habían quemado la plantación de sandías o la que contaban de mi padre que, fascinado por el misterio que representaba el ferrocarril, cayó en una pileta llena de petróleo de la que salió negro como la noche, de pies a cabeza.

Se contaba por ahí, aunque nadie había visto nada, que algunos vecinos bajo las estrellas, se acercaban a la estación del ferrocarril cuando los vagones que transportaban papas aguardaban el cambio de locomotora y, con la habilidad desarrollada por quien necesita, cortaban las arpilleras que cubrían la carga y sacaban para el puchero.

En el 46 la vida, tal como la conocían cambió cuando los gringos empezaron a pensar en levantar el galpón de máquinas y trasladarlo a otro lugar más eficiente. Mis abuelos, mi padre y sus hermanos hicieron las valijas y se fueron a vivir a Lanús. Otros se quedaron por la zona porque aún tenían cosas para hacer hasta encontrar mejor destino y unos pocos esperaron por ahí a ver que pasaba, como Cacho Corti que a la larga puso una parrilla al costado de la ruta mirando a la laguna.

Mi familia vivió casi cuarenta años fuera de su pueblo. Un día Alberto, hermano de mi padre, después de golpear cientos de puertas de las oficinas de los ferrocarriles, consiguió volver a vivir en la colonia donde habían nacido él y todos sus hermanos. Hoy pasa allí sus años de jubilado junto a su mujer Angélica, cuida su huerta en el patio trasero igual que antes, entrena al equipo de fútbol como si los años no hubiesen pasado y se queja de cosas cotidianas con los viejos amigos. Aprendió a ser anfitrión del pago cuando lo visitan sus hijos, nietos o sobrinos y habla de su pueblo con el orgullo de toda una familia que, aun habiéndose alejado, nunca se fue de Sevigne.



Mariana Luna




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