Del viajero que se pierde en el desierto

Roberto Doberti

Un viajero se pierde en el desierto. Comienza entonces a caminar buscando algo que no sea desierto: oasis, ciudad, bosque, cauce de río, o borde de lago. Rápidamente comienzan sus sufrimientos: la soledad que le es inherente a esa vastedad, el cansancio, el calor abrumador del día y las noches gélidas, el hambre y al poco tiempo el martirio de la sed. La búsqueda que intenta ser sistemática, sostener la dirección en la que se sospecha la salvación, no siempre consigue mantener el orden; por momentos se hace frenética, variable en ritmos y direcciones.

Poco después aparece el peor de los padecimientos: los espejismos. Umbrosos oasis y espléndidas ciudades coronadas de cúpulas y pináculos refulgentes se dibujan ante sus ojos pero a medida que se acerca, aquello que constituía una salvación tan claramente delineada, se va desvaneciendo, confunde sus límites, anula sus colores. El viajero, otra vez, solo tiene frente a sí arena, piedra y una desilusión tan abrumadora como su sed y su cansancio.

Locura y debilitamiento: Sus consecuencias

Cuando sus fuerzas y su cordura están cercanas al límite de su destrucción, un espejismo, de los tantos que lo entusiasmaron, mantiene su presencia. Percibe la incomparable caricia de la hierba en la planta de los pies, conmovido tienta a apoyarse en el tronco de una palmera y su brazo recibe la firmeza del sostén, avanza más aún y encuentra la sombra, la fuente de aguas claras y frescas: ha llegado a un oasis.

El viajero encuentra en este oasis las satisfacciones tan ansiadas. Están ahí el verde, el agua, los frutos dulces y sabrosos y para mayor comodidad y placer del viajero, en seguida descubre que el oasis está poblado por nativos simples y amables, y más aún, por nativas menos simples y más amables.

La desesperada búsqueda ha terminado; se inicia entonces un período de instalación placentera, de recuperación deleitosa de las fuerzas y la armonía, de reconocimiento y comprobación de que el oasis que ha alcanzado le brinda cada uno de esos goces sin restricción ni avaricia alguna.

Sin embargo, pasado un tiempo que nadie midió en días o meses, una mañana los nativos descubren con sorpresa que el viajero ha desaparecido. Luego de llamarlo a grandes voces y recorrer en todas direcciones el oasis, alguien descubre unas huellas, que no pueden pertenecer a nadie más que al viajero, que se pierden en el desierto. Los nativos no intentan seguirlo, les duele su partida pero no pretenden persuadirlo de otro destino. El viajero llegó y partió por sus propios medios, por voluntad y decisión que exigen esfuerzo, valentía y tal vez algo de desmesura.

El viajero reinició su marcha por el desierto porque había algo que el oasis no le brindaba, no le podía brindar: los espejismos. El viajero camina tras el espejismo de sus espejismos, tras la visión de las visiones.

La fábula y sus enseñanzas

La fábula no contiene el futuro del viajero; no nos dice si otros oasis más bellos que el abandonado están en su recorrido, o tal vez encuentre esas ciudades del esplendor y la sabiduría, o los ríos caudalosos orientados al mar infinito; o menos afortunado solo enfrente la tortura del recorrido que va minando sus dilatadas esperanzas y sus limitadas fuerzas.

La fábula parece decirnos que el viajero eligió su destino, pero no anula la posibilidad de que su destino fue construir esta fábula.

Primer Punto


  • El viajero –que simboliza al teórico– se encuentra perdido en el desierto –que simboliza la incertidumbre, la inasibilidad de lo real, la incomprensión radical que abruma y enloquece– pero no se define cómo ni porqué. Puede haber sido por negligencia o error, puede haber sido abandonado como castigo por los demás integrantes de una caravana o puede haber elegido ese destino vislumbrando los placeres del oasis.

Segundo Punto


  • El viajero sabe que el oasis no es negación del desierto sino su demarcación. Si todo fuera meramente arena y piedra ningún paso tendría sentido ni dirección, aunque nos liberaría de la obligación de discernir entre los espejismos y las concreciones del oasis, puesto que solo habría sequedad y fantasía. Si todo es oasis, si nunca se encuentra la necesidad del andar, la imperiosa exigencia de orientar ese andar, se inhabilita la apertura del horizonte y del sueño inefable. El saber –simbolizado por el oasis– es siempre precario e inevitablemente insuficiente, la incertidumbre –simbolizada por el desierto– está siempre presente, es vasta e inagotable pero es la condición que hace posible el oasis.

Tercer Punto


  • La cuestión de la utilidad de la teoría se convierte en dudosa, negociada y estéril si se exigen garantías o se imponen límites. La función de la teoría es instalar el mundo; no estoy diciendo que sirve para instalarse en el mundo como si éste ya estuviera dado. Yo puedo creer que el mundo está dado, que tiene de suyo un ordenamiento con jerarquía y distinciones, pero simplemente es porque alguien lo estatuyó así, me lo ha ordenado, valorado y particionado: esta es la estructura de una cárcel.

Cuarto Punto


  • Yo prefiero compartir el delirio del peregrino y no la docilidad del prisionero.

Quinto Punto


  • Hay algo más: el viajero y su sombra, recorriendo el desierto bajo un sol implacable son la imagen del teórico y el poeta. Nadie sabe cuál es uno y cuál el otro, no importa puesto que no pueden ser escindidos.

Sexto Punto


  • A veces me parece ver el desierto surcado por vendedores de baratijas y por grupos de indolentes turistas. Sin embargo solo me parece: los mercaderes astutos y los excursionistas con sus sonrientes azafatas ni siquiera han ingresado al desierto, y el oasis les queda tan lejos que tampoco pueden fantasearlo.
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Los contenidos de esta página forman parte de un Trabajo Práctico desarrolado por Alumnos de la Cátedras Díaz Cortez y Ocampo de la Carrera Diseño Gráfico de la Facultad de Arquitectura Diseño y Urbanismo Universidad de Buenos Aires.